Hay huellas imborrables selladas en un pacto de silencio, huellas en la arena que se pierden mar adentro, huellas que conducen al abismo, huellas que no dejan huella. . . huellas que nos guían por senderos de luz, que dibujan surcos de sabiduría, que iluminan sonrisas, huellas. . .
Fotografía: Serezade |
Mi niñez se desarrolló en un lugar donde los niños disponíamos de espacios para jugar, soñar, inventar, crear. . . donde la imaginación no tenía límites y la curiosidad por saber y aprender tampoco. He de decir que estábamos limitados por una serie de carencias debido a las circunstancias de la época, a los límites geográficos y la imposibilidad de ampliar nuestro pequeño territorio comanche.
No obstante y a pesar de lo cual, nuestra infancia transcurría feliz, quizás debido a la ignorancia de que existían otros mundos, otras fronteras, o bien por el cariño y amor recibidos que superaba con creces todo lo demás.
Don José, párroco de la única iglesia del pueblo (creo que fue el último cura en usar sotana), en nuestras fiestas de adolescentes nos prestaba el "tocadiscos" y algunos discos de vinilo. En su casa disponía de una biblioteca considerable, la mayoría de los libros eran de teología. Solía prestarnos, previa censura, alguna que otra novela "apta" para menores. Nos negó el acceso a los "místicos", creo que hizo bien, no teníamos ni la edad ni la formación suficiente para comprender y entender aquellas "divinas" palabras.
Entre los discos de marchas militares y procesionales, "Salve Marinera" y otros, a Don José, se le traspapeló uno del compositor Albert W. Ketèlbey. Esta música fue un regalo para nuestros oídos y nuestro corazón. Tan hermosas y "gráficas" melodías ampliaron las fronteras de nuestro pequeño mundo y colmaron de magia nuestra fantasía.
Hoy, día de AMOR me gusta recordar esta etapa de mi vida; gracias mamá que supiste rodearme de gente tan entrañable de la que aprendí, aprendimos a "ser", a "crecer", a "valorar", a "amar" y a "aprender" en un mundo que a pesar de sus dificultades, miserias y tristezas, la caída de la lluvia presagiaba un hermoso arcoiris, la nieve un paisaje de ensueño, las heladas, salvo alguna que otra caída, el espejo donde se miraba al cielo. Aprendimos a saborear los otoños fríos con sabor a membrillo y castañas asadas junto a la chimenea; a primaveras de "Corpus" con olor a incienso y flores que anunciaban un estallido de color melocotón, amapolas y trigo en los campos y todo el tiempo del mundo para jugar y soñar en aquellos largos, calurosos y cálidos veranos. . .
Hay huellas que nos guían por senderos de luz, que dibujan surcos de sabiduría, que iluminan sonrisas, huellas. . .
No obstante y a pesar de lo cual, nuestra infancia transcurría feliz, quizás debido a la ignorancia de que existían otros mundos, otras fronteras, o bien por el cariño y amor recibidos que superaba con creces todo lo demás.
Don José, párroco de la única iglesia del pueblo (creo que fue el último cura en usar sotana), en nuestras fiestas de adolescentes nos prestaba el "tocadiscos" y algunos discos de vinilo. En su casa disponía de una biblioteca considerable, la mayoría de los libros eran de teología. Solía prestarnos, previa censura, alguna que otra novela "apta" para menores. Nos negó el acceso a los "místicos", creo que hizo bien, no teníamos ni la edad ni la formación suficiente para comprender y entender aquellas "divinas" palabras.
Entre los discos de marchas militares y procesionales, "Salve Marinera" y otros, a Don José, se le traspapeló uno del compositor Albert W. Ketèlbey. Esta música fue un regalo para nuestros oídos y nuestro corazón. Tan hermosas y "gráficas" melodías ampliaron las fronteras de nuestro pequeño mundo y colmaron de magia nuestra fantasía.
Hoy, día de AMOR me gusta recordar esta etapa de mi vida; gracias mamá que supiste rodearme de gente tan entrañable de la que aprendí, aprendimos a "ser", a "crecer", a "valorar", a "amar" y a "aprender" en un mundo que a pesar de sus dificultades, miserias y tristezas, la caída de la lluvia presagiaba un hermoso arcoiris, la nieve un paisaje de ensueño, las heladas, salvo alguna que otra caída, el espejo donde se miraba al cielo. Aprendimos a saborear los otoños fríos con sabor a membrillo y castañas asadas junto a la chimenea; a primaveras de "Corpus" con olor a incienso y flores que anunciaban un estallido de color melocotón, amapolas y trigo en los campos y todo el tiempo del mundo para jugar y soñar en aquellos largos, calurosos y cálidos veranos. . .
Hay huellas que nos guían por senderos de luz, que dibujan surcos de sabiduría, que iluminan sonrisas, huellas. . .